viernes, 6 de marzo de 2009

Mosquitos a cañonazos

Cuentan las crónicas que durante el siglo XVII en las cortes europeas no sólo se luchaba entre facciones cristianas, también se batallaba contra las pulgas. La reina Cristina de Suecia, apelando al carácter metódico de los pueblos nórdicos, encontró la solución para acabar con ellas de una en una: se hizo construir un pequeño cañón de balines, con los que libró una encarnecida pugna contra tan irreductibles artrópodos.
En el año 1993, el colombiano Manuel Elkin Patarroyo cede a la Organización Mundial de la Salud la patente de su más celebrado descubrimiento: una vacuna contra la malaria, que se mostraba eficaz como protección, hasta en un 70% de los casos, en niños menores de 5 años. Según datos de esta misma organización, en 2008 la malaria seguía siendo responsable de casi la mitad de muertes infantiles en todo el mundo. La malaria o paludismo, como todos estudiamos en el colegio, es transmitida por la hembra del mosquito anósfeles y su incidencia se registra solamente en países del llamado “tercer mundo”.
Estarán pensando que si ya existe la vacuna, ¿cómo es que siguen muriendo tantas personas al año a causa de la picadura de un mosquito? La razón flota en el ambiente; Elkin Patarroyo no quiso vender la patente a las multinacionales del sector, porque, en palabras de tan insigne investigador, “el antídoto debe llegar a todos los países en desarrollo a precios muy bajos”, lo que es contrario a los principios empresariales. Así que desde hace 15 años se han ido sucediendo hasta 97 vacunas diferentes auspiciadas por distintos laboratorios farmacéuticos e instituciones de diversa índole, siendo los resultados protectivos de las mismas, inferiores al 50%. Es el caso del último Príncipe de Asturias a la Cooperación, otorgado a la pareja de científicos formada por Pedro Alonso y Clara Menéndez, quienes, con motivo del galardón, admitían ante el periodista Carles Francino que su proyecto no será viable hasta 2011.
Precisamente, hace unos días, el benefactor de esta pareja española, el conocido filántropo Bill Gates, como apertura de su ponencia en unas jornadas sobre la malaria celebradas en California, tuvo la brillante y caritativa idea de soltar unos cuantos mosquitos, mientras se dirigía al aterrado foro con estas palabras: “Los mosquitos transmiten la malaria. Los voy a dejar volar libremente. No hay razón para que sólo la gente pobre se infecte”. Por eso él invierte en “vacunas de pago”.
Esta visión altruista no le cegó cuando el Intituto Tecnológico de Massachusetts puso en marcha en 2006 el plan “Un ordenador para cada niño”, mediante el cual se están fabricando computadoras muy por debajo del precio de mercado, destinadas a países donde la llamada brecha digital entre la población es mayor, como India o China, estados que ya se han acogido a la propuesta del prestigioso instituto norteamericano. Por aquel entonces, el filántropo Gates se burló del proyecto: el precio de fabricación superaría al de venta. Y eso que el dinero no es problema: aún pendiente de pago la última multa impuesta por la U.E. a Microsoft de casi 1000 millones de euros -nuevamente por competencia desleal al incluir en la última versión de Windows el navegador de la casa, Internet Explorer-, el filántropo sigue donando millones de dólares para el descubrimiento de una vacuna que está medio resuelta desde hace 15 años. Es más, en la lucha contra la malaria las mosquiteras de a cuatro euros se han revelado como la mejor prevención. ¿Por qué, entonces, seguir matando pulgas a cañonazos?